Helados amargos y lunas de queso | Un cuento
El señor de los helados era un monstruo y le había pedido guardar el secreto. Con una sonrisa torcida, mientras se abrochaba el cinturón, lo había amenazado: iba a lastimar a mamá si abría la boca.
El señor de los helados era un monstruo y le había pedido guardar el secreto. Con una sonrisa torcida, mientras se abrochaba el cinturón, lo había amenazado: iba a lastimar a mamá si abría la boca.
A sus cincuenta años, a Nicolás Pascual se le habían cerrado muchas puertas: las de la facultad de medicina, las de un empleo en la fábrica de chiles jalapeños en escabeche, las de la frontera —cuando le negaron su visa—, las del corazón de Delfina —o Nina, como Nico la llamaba—, que terminó casándose con un gringo con cara de pocos amigos. Tampoco se le habían acomodado las cosas para cumplir su sueño de convertirse en maratonista.