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Helados amargos y lunas de queso | Un cuento

Normalmente, cuando comparto uno de mis cuentos por aquí, lo publico sin introducción, sin rodeos, sin nada más… Esta vez es distinto, pues se trata de un relato especial. No tiene la estructura más elaborada que haya hecho, pero sí es uno de los que me ha costado más trabajo redactar, por el tema que aborda, el cual descubrirán si siguen leyendo. Lo hice con todo el respeto a las personas que sufrieron, en algún momento, algo similar. Este cuento es el resultado de un ejercicio creativo, en el que participé junto a mis amigos del rincón de lectura de la compañía Musarteti.

Que lo disfruten.

***

El señor de los helados era un monstruo y le había pedido guardar el secreto. Con una sonrisa torcida, mientras se abrochaba el cinturón, lo había amenazado: iba a lastimar a mamá si abría la boca. 

«No digas nada. Son malas palabras».

Arturo comenzó a vivir entre dos mundos: el nuestro, y el otro en el que revivía lo ocurrido aquella calurosa y horrible tarde de hacía un mes. Tan solo tenía cinco años… Saltaba del presente al pasado y temía que un día ya no pudiera volver.

Hay cosas que los adultos no comprenden, y tratar de explicárselas puede convertirse en una tarea imposible. Mamá no lo entendería y, aunque lo hiciera, ¡no podía contarle nada!

«Son malas palabras».

Tenía ya más de una hora dando vueltas en el colchón, intentando dormir, cuando escuchó una voz:

—No temas, Arturo, yo velaré tu sueño mientras luchas por tu alma.

Deslizó la cobija hasta dejar sus ojos descubiertos. A pocos pasos (pasos de conejo) el señor bigotón de pelaje pardo y orejas largas inclinó la cabeza para saludarlo y repitió:

—Yo velaré tu sueño.

El pequeño le agradeció con una sonrisa y posó la mirada en la pelota luminosa que colgaba sobre su cama.

—¿Por qué son tan tontos? —preguntó.

—¿Los adultos? —quiso saber el señor conejo.

—Mamá dice que la luna es de queso.

En ese momento los dos se quedaron viendo el juguete que pretendía ser el satélite de la Tierra.

—Tienes razón —removió sus bigotes—, son tontos. La luna ni siquiera tiene luz propia.

Tras un silencio que comenzaba alargarse incómodamente, retomó el tema inicial—: deberías decírselo, quizá ella pueda ayudarte. Solo…

—¡No! —interrumpió Arturo—. No puedo contarle a mamá… Son malas palabras.

Pero escuchó su voz como en un eco. Estaba ocurriendo de nuevo: se transportaba al otro mundo, el oscuro, el de aquella escena que en su cabeza tantas veces había repetido ya.

Una casa. Su casa. El carrito de los helados estacionado en la calle. Su música interminable. Postre de chocolate, vainilla o fresa a la venta. No hay niños comprando. El heladero no está vendiendo. Está en casa de Arturo. Su casa.

—No le cuentes a nadie, o te puedes arrepentir.

Arturo tiembla. Las lágrimas caen de sus ojos al entender que aquel monstruo disfrazado con mandil y boina, que abrocha su cinturón con manos hábiles, no se lo comerá por completo, pero volverá por él cada vez que tenga hambre. Más que un monstruo, le parece que es un demonio, el mismo diablo.

El niño solo puede decir:

—Malas palabras.

—Sí… malas palabras. Lo has entendido. ¡Buen chico!

Entonces recuerda la sugerencia del señor conejo:

«Deberías decírselo, quizá ella pueda ayudarte».

Sí, tal vez…

—¡Ayúdame, mamá!

Se deslizó en la espesa niebla y regresó al calor de su cobija, bajo la luz amarilla como el queso americano de aquella luna falsa que colgaba sobre su cama.  

Mamá atravesó la puerta, encendió la luz, hizo a un lado el conejo de peluche y abrazó al hijo.

—Oh, cariño, lo siento, tuviste una pesadilla.

—Una pesadilla no. Fue real.

Y comenzó a contarle todo: las malas palabras que creía que nunca iba a mencionar. La abrazó, la besó y supo que todo iba a estar bien.

Everardo Curiel

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