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Come por el ombligo y no pienses en fantasmas | Un cuento

Últimamente imagina cosas. Se está volviendo loca. Cree que podrían existir más personas. Pero no… No hay nadie más, y tampoco existe otro sitio. Solo somos ella y yo, viviendo en el lugar, este cubo de diez metros por arista que ella llama Casa. Adoro su rara costumbre de ponerle nombre a todo.

—¿Alguien más? ¿No estás feliz con mi compañía?

—No es eso, mi niño. Es solo que… creo que existen más de los nuestros. Millones, quizá.

Imaginar tantos cuerpos juntos en este cubo me acelera el pulso. Cada centímetro ocupado, piel con piel, el aliento y los olores corporales de tanta gente, sin posibilidad de moverte…

—Pero aquí no caben tantas personas. —Intento guardar la calma—. ¡Sería una locura!

Vivimos dentro de cuatro paredes, un piso y un techo. Una luz se enciende para indicarnos que hay que estar despiertos, y se apaga cuando hay que ir a dormir. Dos mangueras salen del techo, las cuales debemos conectarnos al ombligo cuando queremos alimentarnos. Solo tenemos lo necesario para dos personas. Además de eso, hay dos objetos que no sabemos para qué sirven: un gran rectángulo de madera, colocado en una pared, y una lámina de metal, pequeña y de figura extraña pero interesante.

—No aquí sino allá —señala una de las paredes. Sonríe—, del otro lado del muro.

—¿Del otro lado de qué? —Del muro —repite segura, alargando sus palabras, como si eso pudiera convencerme de lo que dice.

—Del otro lado no hay nada. —No sé cuánto más pueda ocultar mi molestia.

—¿Nada? ¿Cómo es eso? —su tono de voz suena como si fuera yo quien dice tonterías.

—Nada es eso: ¡nada! Solo hay metros y más metros de este material.

—¿Cuántos metros?

—¡Millones! No, mucho más que eso; no tiene fin.

—Pero estoy segura de que deben estar ahí, del otro lado.

—¿En otro cubo?

—Sí, pero en uno más grande —observa cada esquina de nuestra casa—. Pensándolo más bien, creo que es una esfera. Y ellos no viven adentro sino por fuera.

Alguien más —en el hipotético caso de que existiera, claro está—, a estas alturas ya no podría seguir con esta conversación tan surrealista. Pero tengo que admitir que hay algo que me hace querer escuchar acerca de ese mundo imaginario.

Suena la alarma. Es hora de comer. Nos conectamos nuestra manguera al ombligo y el alimento comienza a fluir. Es un proceso natural, y normalmente no prestaríamos mayor atención, pero hoy, ella mira con especial interés la papilla color marrón que entra en su cuerpo. Levanta la vista al techo.

—¿De dónde crees que viene?

—¿El alimento? Qué sé yo, simplemente existe.

—Yo creo que ellos lo envían.

Aquí vamos de nuevo. Estoy listo.

—¿Entonces crees que viven en una esfera? —la animo a continuar con su cuento.

—Así es, pero es una esfera muy grande. Quienes viven en una parte no alcanzan a ver a los que viven en la otra.

Se los imagina tan distintos unos de otros. Cree que los hay de distinto color de piel, algunos con pelo en la cara, otros con ojos rasgados, personas gruesas, delgadas y de distintas estaturas. Dice que algunos hablan con palabras desconocidas que los demás no pueden entender.

—¡Como tú! —la interrumpo.

—No, tontito. Es distinto.

Me habla de otros seres aún más extraños. Los árboles: entes de gran estatura con cuerpos cafés, como mis ojos, y el pelo verde, como los suyos. No pueden ver ni caminar; una vida triste, sin duda. También piensa en aves que, según su descripción, entiendo que son seres similares a nosotros pero de un tamaño ridículo, que pueden elevarse del suelo al agitar los brazos. Vamos, una pesadilla.

La hora de comer termina, y ella, como una posesa camina hacia el rectángulo de madera.

—¿Qué haces?

No me responde.

—Puerta —dice, tocando la superficie rugosa. Una palabra nueva. Luego mira la pequeña lámina de metal que cuelga a un lado y también le da un nombre—: Llave. —La introduce en un orifico que hay en la madera y esta se comienza a mover.

Querido lector —en el hipotético caso de que existas, claro está—, no puedo explicarte lo que hay del otro lado, y estoy seguro de que ella tampoco podría. Parece sorprendida; temo que esté decepcionada.

Everardo Curiel

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